
El sargazo, esa alga parda que invade año con año las playas del Caribe, se ha convertido en uno de los mayores desafíos ambientales, económicos y turísticos de la región. Lo que alguna vez fue una llegada ocasional, hoy es un fenómeno de escala casi permanente que afecta a México, República Dominicana, Puerto Rico, Barbados y muchas otras islas que viven del turismo. Las imágenes de playas cubiertas por toneladas de algas y el olor fétido que produce su descomposición son cada vez más comunes, obligando al cierre de accesos y a la evacuación de turistas.
La crisis del sargazo es tan grande que, según datos satelitales del University of South Florida, en 2024 se formó un cinturón flotante de más de 13 millones de toneladas, una extensión que supera la superficie de todo México. Ante esta situación, la región ha comenzado a mirar el problema desde otra perspectiva: ¿se puede convertir esta amenaza en una fuente de energía?
La idea de aprovechar el sargazo como recurso energético ha cobrado fuerza en los últimos años. Investigadores, empresas y gobiernos locales comenzaron a explorar la posibilidad de transformarlo en biogás, bioaceite, electricidad o incluso biocombustibles líquidos. Los primeros ensayos de digestión anaerobia –un proceso que descompone materia orgánica sin oxígeno para producir metano– mostraron resultados prometedores, pero también obstáculos importantes: el sargazo contiene demasiada sal y lignina, lo que dificulta el crecimiento bacteriano necesario para la producción de gas.
En laboratorios de México y Jamaica, los investigadores lograron mejorar el proceso con tratamientos previos como el lavado y la hidratación, que ayudan a reducir la salinidad. Sin embargo, estas técnicas encarecen el proceso y requieren inversiones importantes para ser aplicadas a gran escala.
Otra vía que se ha estudiado es la pirólisis, una técnica que consiste en calentar la biomasa sin oxígeno para obtener gases combustibles, bioaceite y carbón vegetal. En República Dominicana y Puerto Rico, pequeñas plantas piloto consiguieron generar gas capaz de alimentar generadores eléctricos, pero el alto contenido de cloro y metales en el sargazo aceleró la corrosión de los equipos, haciendo el proceso costoso y poco eficiente.
La producción de biocombustibles líquidos, como el etanol, también ha sido probada en varios proyectos, algunos impulsados por universidades europeas. Aunque lograron producir etanol en laboratorio, los altos costos de neutralización de compuestos tóxicos y la baja densidad energética del sargazo mantuvieron esta tecnología en fase experimental.
A pesar de las dificultades, algunas experiencias recientes ofrecen señales positivas. En Puerto Morelos, México, se instaló una planta piloto que combina sargazo con residuos agroindustriales para producir biogás y abastecer de energía a instalaciones públicas. En Guadalupe y Martinica se desarrollaron proyectos que aprovechan el sargazo para generar calor y electricidad mediante procesos combinados de secado, trituración y gasificación. Incluso algunas cadenas hoteleras en la Riviera Maya comenzaron a fabricar pellets secos de sargazo para alimentar calderas adaptadas.
No obstante, todos estos avances enfrentan la misma limitación: la dimensión económica. El costo del transporte del sargazo desde las playas hasta las plantas puede representar hasta el 60% de la operación, y el manejo de residuos secundarios –como cenizas cargadas de metales pesados– requiere controles estrictos para no generar nuevos problemas ambientales.
Transformar el sargazo en energía no será un proceso rápido ni sencillo. Requiere inversiones constantes, infraestructura especializada y regulaciones claras. Pero lo que está claro es que seguir enfocándose solo en las soluciones de emergencia, como las barreras flotantes o la limpieza con retroexcavadoras, ya no es suficiente para enfrentar este fenómeno que parece estar aquí para quedarse.
Cada madrugada, trabajadores en Cancún, Punta Cana, Tulum y otras zonas turísticas siguen luchando contra la marea de sargazo que amenaza con cambiar para siempre la imagen del Caribe. La promesa de convertir este problema en una oportunidad energética sigue viva, pero aún está lejos de ser una realidad consolidada. Lo que sí es seguro es que la urgencia por encontrar soluciones sostenibles crece con cada tonelada que llega a la orilla.