
Por Bruno Cortés
México está lejos de China en tecnología, pero cerca en tentaciones autoritarias. Con la reciente reforma a la Ley en Materia de Telecomunicaciones y Radiodifusión, el país no construyó un “Gran Cortafuegos” como el de Pekín, pero sí parece haber comprado unas buenas tijeras regulatorias para recortar lo que no le gusta. La Agencia que se crea en la ley no tiene capacidad tecnológica para vigilar en tiempo real, pero sí suficiente margen para presionar a plataformas como Meta o X para retirar contenido incómodo.
La censura no será por decreto, pero sí por miedo. El dictamen no contiene un mandato expreso de censura, y sin embargo, fomenta la autocensura: las plataformas preferirán eliminar contenido crítico antes que arriesgarse a multas o sanciones. No se necesita un censor con gafas oscuras revisando posteos uno a uno; basta con crear un entorno donde las empresas digan: “por si las dudas, borra”. Este tipo de presión no tiene rostro, pero sí dientes.
El nuevo árbitro, sin autonomía ni músculo. La llamada “Agencia” dependerá de Gobernación, ese órgano con alergia a la pluralidad informativa. Con recursos limitados, sin personal técnico especializado y con un mandato poco claro, su poder se basará menos en su fuerza y más en su cercanía al poder. Así, no habrá espionaje masivo ni algoritmos sofisticados, pero sí reportes manuales, auditorías selectivas y llamadas telefónicas con tono persuasivo.
¿Qué puede pasar con el contenido que sí cumple reglas? También puede caer. Aunque respete las normas comunitarias de plataformas, un video sobre protestas o un hilo explicando una red de corrupción pueden desaparecer si son considerados “infracciones éticas” por la autoridad. Aquí no se censura lo ilegal, sino lo inconveniente. La ética, como siempre, será definida por el partido en turno.
Usuarios en el campo de batalla… sin WiFi. La ironía no escapa: quienes menos acceso tienen a las plataformas digitales son también quienes más vulnerables quedan ante estas medidas. Mientras los usuarios urbanos y con recursos pueden acudir a amparos o VPNs, en comunidades rurales o marginales la voz digital simplemente se apaga. Y cuando el algoritmo se vuelve juez, el desamparo se vuelve norma.
Comparaciones que pican. A diferencia de China —donde la censura se impone con IA, servidores propios y censores humanos—, México sigue un modelo más parecido al de Turquía o Brasil: no bloquea internet, pero lo regula con mano dura. No impone mordaza, pero sugiere con severidad cuándo morderse la lengua.
El futuro tiene ojos, pero aún no ve. Hoy no hay evidencia de que el Estado mexicano desarrolle tecnología para censura automatizada. No obstante, el riesgo está latente: si las redes sociales se vuelven un problema político mayor, no faltarán proveedores —privados o extranjeros— dispuestos a ofrecer soluciones “patrióticas”. Pegasus fue solo el tráiler.
La libertad no muere con disparos, a veces lo hace con trámites. El peligro de esta ley no es su contundencia, sino su sutileza: al normalizar la intervención, al disfrazar la censura de regulación, al colocar la tijera en manos ajenas y culpar a los algoritmos, el gobierno se lava las manos mientras otros limpian la red. Y en esa limpieza, se barren también los derechos.