
La política mexicana no olvida fácilmente, y menos cuando los fantasmas del pasado se invocan con nombre y apellido. Así ocurrió cuando Ernesto Zedillo, expresidente de la República, lanzó una crítica frontal contra el gobierno actual al calificarlo como una “tiranía sucia que sustituye a la democracia”.
El comentario no pasó desapercibido. La presidenta Claudia Sheinbaum respondió sin titubeos, recordando los episodios más oscuros del sexenio de Zedillo, como la creación del Fobaproa, el rescate bancario que convirtió deuda privada en deuda pública, y la reforma al sistema de pensiones que hoy tiene al borde del colapso a millones de trabajadores.
Zedillo, quien ha mantenido una carrera académica y empresarial tras su presidencia, ha sido un frecuente crítico de la llamada Cuarta Transformación. Esta vez, su declaración incendió el debate político y sirvió como catalizador para que desde Palacio Nacional se revivieran cuestionamientos que aún duelen en el imaginario colectivo.
Para Sheinbaum, el ataque de Zedillo no fue fortuito. Lo colocó dentro de un patrón de descalificación sistemática que proviene de “quienes perdieron el poder y no han sabido aceptar el mandato popular”. La presidenta sostuvo que su administración, lejos de sustituir la democracia, la está profundizando con nuevas formas de participación y rendición de cuentas.
A nivel legislativo, figuras de Morena y del PT respaldaron la postura de Sheinbaum, afirmando que el gobierno actual ha enfrentado los rezagos heredados de políticas neoliberales, muchas de ellas implementadas precisamente en el sexenio de Zedillo, como la privatización del sistema ferroviario y la entrega de recursos estratégicos.
Sin embargo, la oposición aprovechó el momento para colocarse al centro del debate. Desde el PAN y el PRI se sumaron a las críticas del exmandatario, argumentando que el país vive un proceso de regresión institucional y concentración de poder. La narrativa se polarizó: democracia participativa contra autoritarismo populista.
Más allá del fuego cruzado, el intercambio revela un fenómeno de fondo: la disputa por el sentido histórico del país. Para unos, el neoliberalismo fue un error del que México aún no se recupera; para otros, la transformación actual es un salto al vacío disfrazado de justicia social.
Lo cierto es que este enfrentamiento reabrió una conversación nacional sobre el modelo económico, el papel del Estado y la memoria política. El Fobaproa, una palabra que parecía relegada a los libros de texto, volvió a estar en boca de todos, como símbolo de un sistema que protegió bancos a costa de los contribuyentes.
Sheinbaum ha capitalizado la confrontación como una oportunidad para afianzar su discurso de ruptura con el pasado. Pero también carga con la responsabilidad de demostrar que su proyecto no caerá en los mismos vicios que critica. La historia, al final, también juzga a los críticos del ayer.
Y mientras el país observa este duelo generacional entre expresidentes y presidentes, el verdadero reto sigue siendo construir una democracia donde el debate no sustituya a las soluciones, y donde el pasado no sea un obstáculo para el futuro.