
Por Bruno Cortés
La relación México–Estados Unidos volvió a dejar claro quién lleva la batuta y quién sigue el ritmo. Tras una llamada “muy fructífera” entre Donald Trump y la presidenta Claudia Sheinbaum, ambos gobiernos acordaron extender por 90 días un esquema comercial que, para decirlo sin rodeos, tiene a México pagando caro por mantener la puerta abierta con su principal socio económico.
Trump lo pintó bonito: cooperación, entendimiento mutuo, acuerdos que benefician a ambas naciones. Pero en el fondo, lo que se anunció es una prórroga de los mismos aranceles que ya estaban golpeando a sectores clave de la economía mexicana: 25% al fentanilo (que en realidad es un tema de salud pública y seguridad, no un simple producto de exportación), 25% a los automóviles y 50% al acero, aluminio y cobre. Para la industria automotriz y metalúrgica mexicana, esto es como correr una carrera con piedras en los zapatos.
Además, México aceptó eliminar “de inmediato” sus barreras comerciales no arancelarias. En otras palabras: más facilidades para que los productos estadounidenses entren al país sin trabas, mientras nuestros exportadores siguen enfrentando el muro invisible de los aranceles. En la balanza, la asimetría es evidente.
El discurso oficial intenta venderlo como una oportunidad: 90 días para negociar un acuerdo comercial más amplio. Sin embargo, la experiencia con Trump ya enseñó que su idea de “negociar” es más bien fijar condiciones y esperar que el otro lado las cumpla. El expresidente y ahora nuevamente figura central de Washington usa el comercio como arma política, mezclando seguridad fronteriza, combate al narcotráfico e incluso migración en un solo paquete de presión.
En la reunión no faltaron los halcones de la política estadounidense: el vicepresidente J.D. Vance, Marco Rubio, el secretario de Comercio Howard Lutnick y hasta Stephen Miller, famoso por su línea dura contra la migración. Es como si cada pieza del tablero estuviera puesta para recordarle a México que la relación no es entre iguales, sino entre quien dicta y quien obedece.
Lo más preocupante es que, en esta “extensión temporal”, México no consiguió ninguna reducción de aranceles ni un compromiso claro de reciprocidad. A cambio, ofrece cooperación total en la frontera, desde control de drogas hasta contención migratoria. Traducido al lenguaje llano: más soldados en el sur para frenar migrantes y más complacencia para que la Casa Blanca diga que la frontera “está bajo control”.
La narrativa oficial mexicana seguramente dirá que este es un paso hacia una relación más sólida. Pero en la calle, para la industria y para los trabajadores, esto significa que seguimos atados a un esquema desigual que encarece nuestras exportaciones, limita nuestra capacidad de competir y nos obliga a ceder en temas de soberanía económica.
En resumen, la llamada entre Trump y Sheinbaum es otro capítulo de la vieja historia: México cede terreno comercial a cambio de mantener el vínculo político con Washington. El problema no es que se negocie; es que, una vez más, negociamos desde una posición débil, sin garantías de que el próximo acuerdo, si llega, no sea simplemente más de lo mismo… pero con otra firma al pie.