
Por Bruno Cortés
En política mexicana, el pasado no pasa. Como si el calendario fuera un ancla oxidada, esta semana revivió una de las heridas más profundas de los años noventa: el Fobaproa. Desde una tribuna internacional, Ernesto Zedillo soltó una granada retórica: “La democracia en México ha muerto”. Y desde el Palacio Nacional, Claudia Sheinbaum recogió el guante con una sonrisa irónica y una amenaza velada: “Hablemos del Fobaproa”.
El intercambio fue más que un simple choque generacional. Zedillo, presidente tecnócrata por antonomasia, defendió su polémico rescate bancario como una medida necesaria, quirúrgica y responsable frente al colapso financiero de 1994. Según su versión, sin ese salvavidas de 552 mil millones de pesos —que terminaron convertidos en deuda pública a pagar durante generaciones—, México se habría hundido. Para sus críticos, sin embargo, no fue un rescate: fue un saqueo.
Claudia Sheinbaum, quien hoy encabeza la Presidencia con un discurso de transformación social, no dejó pasar la oportunidad. Desde el templete de la mañanera, revivió las historias de miles de familias que perdieron su casa, su negocio o su esperanza mientras la banca era rescatada con dinero del pueblo. Habló de suicidios, desalojos y crisis humanas silenciadas por tecnicismos financieros. “No se rescató a los de abajo”, sentenció. Y en esa frase comprimió décadas de rencor social hacia los gobiernos neoliberales.
Zedillo respondió con tono académico y punzante. Acusó a Sheinbaum de proteger a López Obrador desviando la atención de las obras fallidas de la 4T —el aeropuerto cancelado, la refinería costosa, el Tren Maya enredado en selva y contratos. Propuso incluso una auditoría internacional para comparar su gestión con la del obradorismo. Con cierta arrogancia disfrazada de transparencia, el exmandatario intentó cambiar la narrativa: del “rescate inmoral” al “mal necesario”.
Pero en esta danza de señalamientos, ninguno se va limpio. Zedillo carga con la sombra del Fobaproa como un tatuaje moral: una marca de clase, de poder blindado, de decisiones que beneficiaron a los de siempre. Sheinbaum, por su parte, arriesga al usar el pasado como cortina de humo en un presente donde su administración todavía no ofrece respuestas concretas a los nuevos retos económicos y sociales. El pueblo, otra vez, queda en medio del debate, pagando una deuda que no contrajo.
Hay que reconocer lo positivo: el debate revive la memoria crítica del país. Zedillo, sin querer, puso el reflector sobre uno de los capítulos más costosos de nuestra historia moderna. Y Sheinbaum, con astucia política, convirtió la nostalgia en un arma narrativa. Ambos ejercen su derecho a hablar, a debatir, a defender su legado o su proyecto. Esa es, después de todo, una muestra saludable de pluralidad democrática, aunque venga aderezada con sarcasmo y egos heridos.
Al final, no se trata solo de quién tiene razón, sino de qué país queremos construir. Uno donde el pasado sirva de advertencia, no de justificación. Donde la justicia social no sea solo un lema, sino una política pública concreta. Donde la rendición de cuentas no se limite al sexenio anterior, sino abarque también al presente. Mientras eso ocurre, la factura del Fobaproa sigue llegando, mes tras mes, como el recordatorio de una lección que México aún no termina de aprender.