La Roma y la Condesa pasaron de ser colonias residenciales con fuerte identidad cultural a convertirse en uno de los principales polos de trabajo digital en la Ciudad de México. Lo que antes era una caminata tranquila entre casonas porfirianas hoy está marcado por laptops abiertas, juntas por videollamada en terrazas y un flujo constante de trabajadores remotos que usan cafeterías como oficinas informales. Este fenómeno no ocurrió de la noche a la mañana, sino que se aceleró con la pandemia y la consolidación del trabajo híbrido, creando una especie de “Silicon Valley” urbano dentro de barrios históricos.
Los coworkings se instalaron principalmente en antiguas casas adaptadas como oficinas compartidas. Donde antes había una sola familia, hoy conviven decenas de personas con credenciales colgadas al cuello, salas de juntas con pizarrones de vidrio y terrazas convertidas en espacios de brainstorming. Esa reutilización del patrimonio arquitectónico se convirtió en una ventaja competitiva frente a zonas corporativas más rígidas como Santa Fe o Reforma, pues ofrece un ambiente más informal, creativo y “vivible” para equipos pequeños de base tecnológica.
Los cafés de la zona dejaron de ser puntos de encuentro casual y se transformaron en nodos de productividad. Muchos negocios rediseñaron su mobiliario para atraer a quienes trabajan durante horas: mesas compartidas, enchufes visibles, WiFi reforzado y menús pensados para estancias largas. Este cambio alteró el modelo económico de los locales, que pasaron de buscar rotación rápida de clientes a maximizar el consumo sostenido por persona. Al mismo tiempo, se volvió común ver reuniones improvisadas, entrevistas de trabajo y presentaciones de proyectos entre tazas de café de especialidad.
La llegada de startups modificó el perfil del “vecino” típico de la zona. En lugar de oficinas corporativas tradicionales, proliferaron equipos pequeños dedicados a desarrollo de software, fintech, marketing digital, diseño de producto y creación de contenido. Estas empresas no requieren grandes infraestructuras, pero sí conectividad, comunidad y una atmósfera que fomente la creatividad. Con ello cambió también el ritmo del barrio: más movimiento desde temprano, más actividad entre semana y un calendario constante de eventos de networking, lanzamientos y encuentros tecnológicos.
El impacto social y comercial es difícil de ignorar. Las rentas han aumentado de forma sostenida, y muchos espacios que antes eran viviendas pasaron al mercado de coworking o renta temporal. Comercios tradicionales, como misceláneas o ferreterías, cedieron su lugar a restaurantes de concepto, panaderías artesanales y tiendas enfocadas a un público más joven y con poder adquisitivo alto. Para algunos habitantes históricos esto representa una revitalización del entorno; para otros, una pérdida de identidad y un desplazamiento silencioso.
Este proceso también ha transformado la forma de convivir en el espacio público. La frontera entre trabajo y vida personal se volvió difusa. Las juntas se realizan en parques, los trabajadores pasean a sus perros entre bloqueos de agenda y las terrazas funcionan como salas de juntas abiertas. La calle, que antes era principalmente de paso, se volvió una extensión del espacio laboral. La colonia no solo se habita: se produce desde ella.
El dilema de fondo es si este fenómeno representa desarrollo o desplazamiento. La inversión, el dinamismo económico y la percepción de mayor seguridad son beneficios palpables, pero también lo son el encarecimiento de la vivienda y la homogeneización de la oferta comercial. La Roma y la Condesa enfrentan ahora el reto de no convertirse en un espacio exclusivo para la economía digital, sino en barrios capaces de conservar su diversidad social y cultural.
Más que una copia de Silicon Valley, lo que se construyó en estas colonias es un laboratorio urbano de trabajo remoto, creatividad y tensiones sociales. El futuro de la Roma-Condesa no depende de dejar de ser un polo tecnológico, sino de encontrar un equilibrio en el que la innovación no signifique expulsión, y donde el WiFi ultrarrápido pueda convivir con la vida de barrio que les dio origen.
