Por Bruno Cortés
La reforma a la Ley de Aguas Nacionales elimina la transferencia de derechos, colapsa el mercado hídrico y pone en jaque al crédito agrícola nacional.
La reciente reforma a la Ley de Aguas Nacionales (LAN) representa la transformación más agresiva en la economía del sector primario en las últimas décadas. Más allá de una regulación ambiental, el legislador ha ejecutado una ingeniería legal que desmantela los mecanismos de mercado, sustituyendo la libre transferencia de derechos por un esquema de control estatal directo que impacta la base patrimonial del campo mexicano.
El fin de la plusvalía hídrica El corazón de esta modificación reside en el artículo 22 de la LAN, que prohíbe tajantemente que las concesiones sean objeto de transmisión. Esta medida rompe el binomio histórico tierra-agua. Anteriormente, el valor inmobiliario de una hectárea de riego incorporaba intrínsecamente el valor de su concesión hídrica; hoy, esa vinculación jurídica se ha disuelto. Esta separación detona una crisis inmediata en el sistema de garantías financieras. La banca y las sofomes, que tradicionalmente aceptaban la tierra de riego como garantía hipotecaria de alto valor, se enfrentan a un activo que, legalmente, ya no garantiza el acceso al agua. Al no poder ejecutar la garantía con el recurso hídrico asegurado, el valor de la propiedad se desploma a niveles de tierra de temporal, cerrando efectivamente la llave del crédito para la tecnificación y operación agrícola comercial.
La «Reasignación»: El Estado como aduana Para llenar el vacío del mercado secundario, la reforma introduce en los artículos 37 BIS y BIS 1 la figura de la «Reasignación» y el «Fondo de Reserva de Aguas Nacionales». El proceso elimina la sucesión automática de derechos. Cuando una propiedad cambia de manos —ya sea por compraventa, herencia o fusión corporativa—, el agua no se transfiere al nuevo dueño; el volumen retorna al dominio del Estado, ingresando a un Fondo de Reserva. El nuevo propietario queda obligado a solicitar el agua nuevamente, sometiéndose a la discrecionalidad de la Autoridad del Agua. Bajo el artículo 37 BIS 2, la autoridad puede negar la reasignación si determina que existe estrés hídrico o si decide priorizar el consumo humano, dejando al inversionista con la tierra pero sin el insumo vital. Esto convierte cada transacción inmobiliaria en un riesgo de capital total, frenando la consolidación de productores eficientes.
Monetización de la pausa productiva Finalmente, la reforma altera la gestión operativa mediante el artículo 29 BIS 3. Se instaura una «cuota de garantía de no caducidad» para aquellos concesionarios que no utilicen el recurso por dos años consecutivos. Lo que antes era una práctica agronómica necesaria —el descanso de la tierra o barbecho para control de plagas y recuperación de suelos— ahora se penaliza económicamente. El productor se ve forzado a una disyuntiva: usar el agua irracionalmente para simular actividad o descapitalizarse pagando una cuota al Estado por un recurso no explotado. Esta medida, de carácter eminentemente recaudatorio, ignora los ciclos biológicos y de mercado, presionando las finanzas de un sector ya vulnerado por la incertidumbre jurídica.
