Por: Bruno Cortés
Desde la oficina más refrigerada de Foggy Bottom, Marco Rubio acaba de admitir lo impensable: que en el juego de sombras del espionaje, la inteligencia cubana ha puesto de rodillas a Washington en su propia cancha. Y no lo dijo un analista de medio pelo, lo dice el Secretario de Estado de los Estados Unidos, el hombre que tiene las llaves del edificio Harry S. Truman y el oído directo del presidente.
A ver, barajéamela más despacio, señor Secretario, porque aquí las cuentas nomás no me salen. Resulta que ahora, ya instalado en el poder y con la chequera abierta de la diplomacia más cara del mundo, Rubio insiste en su vieja tesis: para tirar a Nicolás Maduro, primero hay que noquear a Cuba. ¿Su argumento central? Que La Habana es quien realmente «tutela», opera y blinda la seguridad en Caracas.
¡Paren las prensas! ¿Me está diciendo, Secretario, que bajo su guardia y con todo el presupuesto de las 17 agencias de inteligencia que coordinan ustedes, una isla bloqueada, con una economía de la época de las cavernas y coches de los años 50, le sigue comiendo el mandado a la superpotencia mundial?
Porque si aceptamos su diagnóstico oficial —ese de que los asesores cubanos son el muro impenetrable que sostiene a Maduro—, entonces usted está firmando el certificado de defunción de la competencia de la CIA, la NSA y el Pentágono. Está aceptando, desde la cima del poder, que los servicios de inteligencia de «la isla bananera» son más astutos, más eficientes y mucho más letales que toda la maquinaria tecnológica de Washington.
Aquí es donde la puerca tuerce el rabo. Mientras Estados Unidos apuesta a los satélites, a los drones y a interceptar señales desde el espacio (gastando billones de dólares), los cubanos apuestan al «colmillo»: infiltración humana, psicología y control social. Si Rubio tiene razón, significa que el método rústico de La Habana —basado en lealtades y miedo— ha resultado infinitamente superior a la estrategia gringa de «shock and awe».
Ya no vale quejarse como cuando era senador y gritaba desde la barrera. Ahora usted tiene la firma. Llevan más de 60 años intentando tumbar al régimen castrista y ahora resulta que esos «barbudos», con pura saliva, libreta y mucha maña, no solo sobrevivieron, sino que se dieron el lujo de exportar su modelo y blindar a Venezuela contra toda la presión del Tío Sam. Han convertido a Caracas en una fortaleza inexpugnable para la inteligencia norteamericana.
¿Entonces en qué quedamos, Don Marco? Hay de dos sopas: o el G2 cubano es la mejor agencia de espionaje del mundo —superando al Mossad y al MI6, y dejando en ridículo a sus propios analistas—, o en Washington se les durmió el gallo gacho. No se puede tener las dos cosas: no puede vender a Cuba ante la prensa como un estado fallido, inoperante y muerto de hambre, y al mismo tiempo, pintarlo en sus informes de seguridad nacional como el genio maligno intocable y omnipresente que mueve los hilos de todo el hemisferio.
Es una contradicción que le explota en la cara. Al elevar a Cuba a la categoría de «el gran titiritero», Marco Rubio está admitiendo su propia impotencia. Si la inteligencia cubana protege mejor a sus aliados con recursos limitados que Estados Unidos a sus intereses con presupuesto ilimitado, el problema no está en el Malecón ni en Miraflores; el problema lo tiene usted en casa, en la burocracia de Virginia y Washington.
Se me hace que alguien no ha hecho la tarea y ahora nos quieren dar atole con el dedo para justificar décadas de ineficacia estratégica. Así que, señor Secretario, o se ponen las pilas y demuestran por qué se hacen llamar la potencia hegemónica, o mejor admitan que, en el ajedrez geopolítico del Caribe, les han dado jaque mate con un simple peón y un habano a medio fumar.