
En los últimos años, un nuevo tipo de lluvia ácida ha comenzado a caer sobre el planeta, pero esta vez no se trata de azufre o nitrógeno. Científicos de diversos países han detectado niveles cada vez más altos de ácido trifluoroacético (TFA), un compuesto sintético altamente persistente que ya se encuentra en la atmósfera, el agua, los suelos, los alimentos… e incluso en nuestros cuerpos.
Este ácido no se libera directamente al ambiente, sino que se forma a partir de la degradación de gases fluorados, como los que se emplean en aerosoles, unidades de aire acondicionado, pesticidas y anestésicos médicos. Estos gases, al reaccionar en la atmósfera, se transforman en TFA, que después regresa a la superficie terrestre a través de la lluvia.
El TFA es un “contaminante eterno”, muy difícil de degradar. Desde la nieve del Ártico hasta aguas subterráneas en Europa, pasando por muestras de sangre y orina humana, su presencia ha sido confirmada en todo el mundo. Lo más alarmante es que los niveles están aumentando con rapidez, especialmente desde el auge de los sustitutos del clorofluorocarbono (CFC) tras el Protocolo de Montreal de 1989.
Estudios del Centro Alemán del Agua (TZW), la Universidad de Toronto y otras instituciones revelan que las concentraciones de TFA en algunos ecosistemas se han multiplicado por diez desde la década de 1980. En Canadá, registros de núcleos de hielo muestran que el TFA ya se acumulaba en la nieve desde 1969, mucho antes del uso generalizado de refrigerantes modernos. A esto se suman otras fuentes inesperadas, como ciertos medicamentos y productos agrícolas que, al degradarse, también generan este ácido.
Aunque todavía no existe un consenso científico sobre los efectos del TFA en la salud humana, estudios en animales sugieren que puede interferir con funciones biológicas importantes, como el metabolismo lipídico y el desarrollo embrionario, cuando se encuentra en altas concentraciones. Por ahora, los niveles detectados en agua potable no representan un riesgo directo, pero los expertos advierten que su acumulación progresiva sí podría tener impactos a largo plazo.
Debido a estas preocupaciones, Alemania y Dinamarca ya han propuesto restricciones al uso de compuestos industriales que generan TFA. La Agencia Europea de Sustancias Químicas (ECHA) evalúa incluirlo en su lista de sustancias tóxicas, y el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente ha mantenido vigilancia sobre este ácido desde 1998.
El caso del TFA es un recordatorio de los efectos colaterales que pueden tener nuestras soluciones tecnológicas. Compuestos que fueron creados para proteger la capa de ozono o mejorar la eficiencia de ciertos productos están generando, décadas después, nuevos desafíos ambientales invisibles pero persistentes. Como ocurre con otros contaminantes de origen humano, el TFA plantea una pregunta fundamental: ¿cómo equilibrar el progreso tecnológico con la sostenibilidad del planeta?