
MARCOS H. VALERIO
Hace 40 años, el suelo de la Ciudad de México cimbró y dejó cicatrices imborrables. Entre los escombros del 19 de septiembre de 1985 nació una fuerza espontánea, un pulso colectivo que se abrió paso entre el polvo y el dolor: los Topos Tlatelolco.
Lo que comenzó como un acto de valentía ciudadana frente a la tragedia se ha convertido en un referente mundial de rescate, un legado que hoy encarnan universitarios como Mario Luna e Iván Barrientos, quienes, con la preparación de la UNAM en el alma, siguen salvando vidas con la misma pasión que aquellos primeros voluntarios.
Mario Luna, ingeniero geólogo por la UNAM y empresario del calzado, no olvida la primera vez que se puso el casco de los Topos, en 1993. Su amor por el rapel, la tirolesa y los perros lo llevó a entrenar los domingos con la brigada, pero fue la llamada de ayudar a los más vulnerables lo que lo ancló.
“En el 85 no estábamos preparados, pero la ciudad no se cayó porque la gente la sostuvo”, dice, con la voz cargada de orgullo. Desde entonces, ha cruzado fronteras para llevar esperanza: Haití, Turquía, Indonesia. Este último lo marcó como ningún otro.
“Caminábamos de puntillas entre miles de cadáveres. Es duro, pero tu misión es seguir, ayudar a quien aún respira”. Sus ojos se nublan al recordarlo, pero su tono no titubea: el trauma se enfrenta con terapia, diálogo y el apoyo de sus compañeros.
Para Mario, ser Topo es más que entrar a edificios colapsados. Es un compromiso con la disciplina, los protocolos y la empatía. “No puedes mandar a alguien a un derrumbe sin preparación.
Es de alto riesgo. Si te gana el miedo, te accidentas. Hay que seguir reglas para volver con vida”. La UNAM, dice, le dio las herramientas: leer una estructura, evaluar columnas y muros, trabajar en equipo con honestidad.
Pero, sobre todo, le enseñó a devolver a la sociedad lo aprendido. “La prevención es lo primero. Simulacros, planes de evacuación, llevar esto a las escuelas. Los niños son esponjas, y todo empieza en casa”.
A pocos metros, en el corazón de Tlatelolco, Iván Barrientos, estudiante de Física en la UNAM, carga una mochila de emergencia mientras revisa un binomio canino. A sus 43 años, su vínculo con los Topos comenzó con una memoria ajena: La de su madre, quien le contaba cómo, en 1985, vivieron el sismo en un quinto piso.
Iván tenía apenas tres años, pero esas historias lo marcaron. “Ese día la gente salió a ayudar sin saber cómo. De ahí nació todo: la protección civil, la conciencia colectiva”. Desde 2006, Iván aporta su conocimiento en logística y operaciones, combinando su formación científica con la acción social.
“La física me enseñó que la técnica no es nada sin el trabajo en equipo. La ciencia no se hace sola”.
Es así como Iván describe su paso por los Topos como un viaje transformador. Ha aprendido a manejar inundaciones, a coordinarse con autoridades, a calmar a comunidades en crisis. Pero, sobre todo, ha encontrado un propósito: “El voluntariado me hizo un ciudadano más completo. Me dio sentido”.
Mientras acaricia a uno de los perros entrenados, insiste en que la solidaridad no es solo un acto de heroísmo, sino un compromiso diario. “Somos una asociación sin fines de lucro. Vivimos de donativos y de nuestro esfuerzo. Pero siempre hay una forma de ayudar: infórmense, prepárense, únanse”.
En el horizonte, Tlatelolco se alza como un recordatorio de aquella mañana de 1985, cuando la ciudad se unió para rescatarse a sí misma. Cuarenta años después, los Topos no solo son rescatistas; son guardianes de una cultura de prevención que vive en mochilas de emergencia, simulacros y binomios caninos.
Mario e Iván, con el escudo de la UNAM en el pecho, saben que la solidaridad no es un recuerdo: es un trabajo que se renueva cada día, un legado que, entre escombros, sigue salvando vidas.