
En todos lados hay uno: el jefe que se cree el salvador de la empresa, el político que jura tener el plan perfecto o el colega que se las sabe todas. A primera vista, parecen seguros, carismáticos, decididos. Pero si rascas tantito, aparece lo que los psicólogos llaman la tríada oscura: narcisismo, maquiavelismo y psicopatía, un combo que puede abrir puertas, pero también dejar ruinas detrás.
Estos tres rasgos tienen algo en común: proyectan poder. Quien los porta suele hablar fuerte, mirar de frente y no temerle al conflicto. En tiempos de crisis, esa actitud puede ser oro: alguien tiene que tomar decisiones difíciles. Pero cuando se les pasa la mano, lo que era audacia se convierte en temeridad, y lo que parecía liderazgo termina siendo puro control disfrazado.
El narcisista se alimenta de aplausos, el maquiavélico mueve los hilos en lo oscurito, y el psicópata… bueno, ese ni siente culpa ni vergüenza. Juntos pueden crear entornos donde la gente trabaja más por miedo que por inspiración. Y eso, tarde o temprano, truena.
Ahora, no todo es malo. Un poco de ego ayuda a no achicarse. Un toque de estrategia evita que te vean la cara. Incluso la frialdad sirve cuando el barco se hunde y alguien debe decidir qué hacer sin pánico. El problema es el exceso. Cuando el poder se vuelve espejo, y el líder solo se ve a sí mismo, se acaba el respeto y empieza el caos.
Los psicólogos dicen que hay antídotos: responsabilidad, amabilidad y estabilidad emocional. Son los rasgos que equilibran la balanza. El líder que escucha, que se hace cargo y que no se desborda, genera confianza. En cambio, el que solo quiere ganar, aunque pierdan todos, termina solo o rodeado de yes-men.
También influye el ambiente. Un equipo con reglas claras, comunicación abierta y metas compartidas aguanta mejor a un jefe complicado. Pero en oficinas donde todo es competencia y nadie pone límites, los perfiles oscuros florecen como moho en humedad.
La lección para cualquiera —sea líder o no— es simple: el poder no te hace grande, te pone a prueba. Muestra si puedes mandar sin humillar, decidir sin atropellar y brillar sin apagar a los demás.
Porque al final, el verdadero liderazgo no está en dominar, sino en inspirar. Y eso no lo da el ego, lo da la empatía.