
Por Bruno Cortés
El Senado de la República se convirtió este 27 de agosto en un campo de tensión política donde, más allá de las posturas ideológicas, quedó en evidencia el uso faccioso del poder. Gerardo Fernández Noroña, presidente de la Mesa Directiva, decidió ir más allá de su papel de moderador para reconvenir a la senadora Lilly Téllez, del PAN, mientras ejercía su derecho de voz en tribuna. El gesto, cargado de prepotencia, desató la condena inmediata de la oposición.
El Grupo Parlamentario de Acción Nacional emitió un pronunciamiento contundente: calificó la actitud de Noroña como “autoritaria y prepotente” y advirtió que ningún legislador puede ser censurado en el ejercicio de su voz dentro del recinto parlamentario. La tribuna, recordaron, no es un espacio de sumisión, sino el corazón mismo de la deliberación democrática.
La escena fue un recordatorio incómodo de cómo el Senado puede transformarse en un foro donde la pluralidad es tolerada sólo en apariencia. Intentar silenciar a una senadora por sus expresiones políticas no solo vulnera el reglamento interno, sino que también atenta contra la esencia representativa de la Cámara Alta. En un país donde la democracia aún es frágil, estas prácticas equivalen a retrocesos que se sienten como golpes directos a la institucionalidad.
La oposición pintó la escena con palabras duras: un retroceso democrático, un acto de censura disfrazado de orden parlamentario y, sobre todo, una afrenta a la dignidad del Senado. Para Acción Nacional, lo ocurrido fue más que un exceso verbal; fue un intento por normalizar la intolerancia desde la propia presidencia del Senado.
El contraste resulta evidente. Mientras la Constitución protege el derecho de cada legislador a expresarse sin cortapisas, la actuación de Noroña mostró un sesgo que raya en el abuso de poder. Convertir la silla presidencial en un garrote partidista es tanto como minar la confianza ciudadana en el Congreso, ya de por sí desgastada por la confrontación permanente.
“Exigimos una disculpa pública”, subrayó el PAN, al tiempo que llamó a todas las fuerzas políticas a rechazar cualquier intento de censura o intimidación. El mensaje fue claro: permitir que un presidente del Senado amoneste o limite las voces opositoras equivale a traicionar el mandato ciudadano que cada legislador encarna.
La senadora Lilly Téllez, centro de la controversia, no sólo fue blanco de una reconvención autoritaria, sino también ejemplo del riesgo que enfrentan quienes levantan la voz en minoría. La política mexicana, marcada por la polarización, parece moverse cada vez más entre discursos incendiarios y silencios impuestos, una fórmula que erosiona la convivencia parlamentaria.
Lo ocurrido en la sesión de hoy no quedará en anécdota: se trata de un episodio que revela el talante con el que se pretende conducir la Cámara. El Senado no puede ser un ring ni un púlpito partidista; su misión es garantizar que cada voz, por incómoda que resulte, tenga espacio. Si se silencia a un legislador, lo que se acalla no es a una persona, sino al ciudadano que representa.