
El aire seco corta la piel al amanecer en Cadereyta de Montes. El sol pinta de naranja las montañas y el viento arrastra un olor a tierra fresca mezclado con mezquite y nopal. Desde el Jardín Principal, la silueta imponente de la Iglesia de la Soledad se levanta como guardiana de siglos de historia, mientras los primeros campanazos resuenan en el valle y despiertan a vendedores, viajeros y curiosos.
En este pueblo queretano, fundado hacia 1640 por españoles sobre antiguos asentamientos chichimecas, pames y jonaces, la vida late con un ritmo propio: el de un territorio que combina lo sagrado de sus raíces indígenas con la herencia colonial de sus calles empedradas. “Aquí la historia no está en los libros, está en las piedras, en las recetas, en los paisajes”, dice don Gerardo, cronista local, con una sonrisa orgullosa.
En el mercado, el bullicio se mezcla con el aroma a barbacoa de carnero que se cuece bajo tierra. Mujeres ofrecen chapulines y gusanos de maguey junto con dulces de garambullo y tuna. “Esto es lo que somos —explica María Elena, cocinera tradicional—, un pueblo que sabe aprovechar cada fruto del semidesierto. Aquí todo florece aunque parezca imposible”.
El desarrollo turístico traza un mapa diverso: desde los viñedos Azteca y las cavas Freixenet que lo insertan en la ruta del vino y el queso, hasta el Jardín Botánico Regional, donde cientos de especies de cactáceas cuentan la historia de un ecosistema resistente. Al norte, la Sierra Gorda abre paso a bosques, cascadas y grutas como La Esperanza y Los Piñones, donde la humedad contrasta con el aire árido del valle.
Cadereyta es también un escenario de tradiciones. La Feria de la Barbacoa y el Pulque, en el pueblo de Boyé, congrega a miles de visitantes que llegan con un objetivo claro: probar el sabor más auténtico del semidesierto. En Semana Santa, las procesiones iluminan las calles con velas y cantos solemnes, mientras en septiembre la feria local mezcla juegos, bailes y cohetes que estallan contra el cielo limpio.
El análisis de este Pueblo Mágico exige ver su papel como bisagra cultural. Es la entrada a la Sierra Gorda, pero también un puente entre el pasado indígena y la modernidad vitivinícola. Su diversidad geográfica —del semidesierto a los bosques húmedos— simboliza también la diversidad de su gente: resiliente, creativa y orgullosa de sus raíces. En cada visita, se percibe un equilibrio entre conservación y adaptación.
La tarde cae en Cadereyta y el aire se enfría a 17 grados. En la plaza, los niños corren mientras los mayores comparten pulque en jícaras. Desde un rincón, un músico toca la jarana y los turistas se acercan a probar un taco de nopal en su madre. La luz del sol se esconde tras las montañas y el cielo se enciende en tonos púrpura. Esa postal final, desierto y vino, historia y modernidad, resume lo que Cadereyta significa: un pueblo que florece incluso en la tierra más dura.