
Por Bruno Cortés
11 de julio de 2025. La política exterior mexicana acaba de chocar de frente con su propio reflejo. Mientras Claudia Sheinbaum lamenta no haber sido consultada sobre el proceso de Ovidio Guzmán en Estados Unidos, Jeffrey Lichtman, abogado del hijo del Chapo, responde con un golpe certero: ¿Y ustedes cuándo consultaron a Estados Unidos para exonerar al general Salvador Cienfuegos?
Las declaraciones de Lichtman, emitidas con la templanza de quien sabe que no necesita levantar la voz para incendiar una conferencia, fueron tan lapidarias como incómodas. Calificó de “absurda” la expectativa de México de ser incluido en las negociaciones judiciales de un personaje que, bajo la ley estadounidense, está etiquetado como terrorista. Y luego, como quien acomoda las piezas en un tablero de ajedrez que ya conoce, soltó la carta Cienfuegos.
En octubre de 2020, el exsecretario de la Defensa fue detenido en Los Ángeles acusado de narcotráfico. Pero la presión diplomática mexicana, encabezada por el entonces presidente López Obrador, logró su repatriación solo un mes después. La investigación local, exprés y sin acusaciones formales, concluyó que no había delito que perseguir. En Washington, a la DEA le zumbaron los oídos; en México, a los generales les volvió el alma al cuerpo.
Ese expediente no es menor. Es, de hecho, el corazón del argumento de Lichtman: si México se reservó el derecho de desestimar investigaciones estadounidenses sin consecuencias, ¿por qué exige ahora ser parte activa de un juicio que tiene lugar en un país distinto, bajo leyes distintas, contra un criminal confeso?
La presidenta Sheinbaum respondió desde Sinaloa, calificando las palabras del abogado como “irrespetuosas” y defendiendo la soberanía nacional. Pero no abordó directamente el caso Cienfuegos, esa zona gris que la retórica oficial suele evitar. Curiosamente, en febrero de este año, justificó la presencia de Cienfuegos en un acto militar señalando que “no había pruebas” y que su inclusión obedecía a “protocolos institucionales”. Nada nuevo bajo el sol: la institucionalidad como escudo y el olvido selectivo como estrategia.
Mientras la Fiscalía General de la República intentó apagar el fuego con un comunicado que calificó a Lichtman de oportunista y sus palabras de infundadas, el hecho es que nadie, ni en la FGR ni en Palacio Nacional, ha podido borrar el dato incómodo: México operó unilateralmente para proteger a uno de los suyos. Y ahora, como si el pasado no tuviera memoria, exige cortesía judicial al otro lado del río Bravo.
El juicio de Ovidio Guzmán sigue su curso. Se declaró culpable de cuatro cargos, entre ellos narcotráfico y crimen organizado. Su abogado busca una reducción de pena y, de paso, aprovecha cada cámara para dejar claro que este proceso no es político, sino legal. En contraste, la reacción mexicana suena más a diplomacia herida que a defensa jurídica.
En resumen, Lichtman no solo está litigando el caso de su cliente. Está dando una clase magistral de memoria institucional. Puede que su estilo no sea diplomático, pero su argumento se sostiene con los hechos. En el ajedrez de la justicia internacional, México jugó primero con Cienfuegos. Hoy, con Ovidio en jaque, le toca mirar el tablero desde el otro lado. Y la jugada, por incómoda que sea, parece perfectamente legal.