
En el seco lecho de un río marciano extinto, una roca moteada bautizada como “Cheyava Falls” aguarda con paciencia milenaria. Su examen por el rover Perseverance de la NASA en el cráter Jezero ha reavivado la pregunta más profunda de la exploración espacial: ¿hay, o hubo alguna vez, vida más allá de la Tierra? El reciente anuncio de la detección de posibles biofirmas no es un sí rotundo, sino la invitación a un minucioso proceso científico que podría, eventualmente, cambiar nuestra place en el universo.
Indicios, no pruebas: la cautelosa danza de la ciencia
La historia de la búsqueda de vida en Marte es un camino sembrado de intrigas y falsos amaneceres. En 1976, los experimentos de las sondas Viking arrojaron resultados ambiguos que dividieron a la comunidad científica durante décadas, enseñando una lección de humildad: la detección de vida requiere más que una señal prometedora. En 2018, el rover Curiosity encontró moléculas orgánicas en lutitas de 3.500 millones de años y variaciones de metano, ingredientes necesarios para la vida, pero no una prueba definitiva de ella.
El último hallazgo en “Bright Angel” repite un patrón fascinante y frustrante. El instrumento SHERLOC identificó moléculas orgánicas, mientras que PIXL cartografió minerales como la vivianita y la greigita en un lodo rico en hierro, fósforo y azufre. Esta combinación es un potente indicio, ya que en la Tierra suele estar asociada a la actividad microbiana. Sin embargo, la clave está en el «suele»: estos compuestos también pueden formarse mediante procesos puramente geoquímicos. La ambigüedad es inherente al juego, y por eso la ciencia avanza a base de descartar toda otra explicación posible antes de proclamar un descubrimiento tan monumental.
La escala de la certeza: cómo se construye un descubrimiento histórico
Conscientes de los pasos en falso del pasado, los científicos han desarrollado la Escala de Confianza en la Detección de Vida (CoLD, por sus siglas en inglés). Se trata de una rigurosa escalera de siete peldaños que debe subirse uno a uno:
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Detectar una señal potencialmente biológica.
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Demostrar que la señal no es fruto de una contaminación terrestre.
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Probar que las condiciones ambientales del lugar permitirían la vida.
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Descartar exhaustivamente todas las explicaciones no biológicas (abióticas).
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Encontrar una señal independiente que también apunte a la biología.
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Invalidar cualquier hipótesis alternativa que surja.
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Confirmar los hallazgos con instrumentos diferentes y equipos independientes.
Una prueba irrefutable no sería una sola molécula, sino un conjunto de evidencias: una química orgánica compleja con «homoquiralidad» (una preferencia por moléculas zurdas o diestras, como las que genera la vida), variaciones isotópicas típicas de procesos biológicos y texturas microscópicas que se asemejen a células o biopelículas, todo ello en el contexto geológico adecuado. El veredicto final probablemente requerirá traer las muestras a laboratorios terrestres, un proceso que no concluirá antes de la década de 2040.
Más allá de Marte: el sistema solar es un archipiélago de esperanzas
Mientras Marte acapara la atención, otros mundos emergen como candidatos even más prometedores para albergar vida:
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Europa (luna de Júpiter): Un océano global de agua salada bajo su corteza de hielo la convierte en el favorito. La misión Europa Clipper, que llegará en la década de 2030, evaluará su habitabilidad.
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Encélado (luna de Saturno): Sus géiseres eyectan al espacio material de su océano interno, donde ya se ha detectado fósforo, un elemento crucial para la vida.
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Titán (luna de Saturno): Un mundo único con lagos de metano y una densa atmósfera rica en compuestos orgánicos, que la misión Dragonfly explorará para buscar química prebiótica o formas de vida exótica.
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Venus: El debate sobre la fosfina en sus nubes sigue abierto, recordándonos que la vida podría prosperar en los entornos más insospechados.
La espera vale la pena: la paciencia como virtud científica
El anuncio sobre la roca “Cheyava Falls” es un paso emocionante, pero no el final del camino. Las próximas ventanas para una respuesta definitiva se abrirán con el rover europeo Rosalind Franklin (a partir de 2033) y, sobre todo, con el retorno de muestras marcianas (no antes de 2040). Si se confirmara la vida, ya sea extinta o existente, el impacto trascendería la ciencia: revolucionaría nuestra filosofía, nuestra place en el cosmos y potencialmente nuestra tecnología, inspirando nuevas biomímicas y biotecnologías.
Pero si Marte finalmente se revela como estéril, el hallazgo sería igual de profundo: comprender por qué, entre dos planetas tan similares en su juventud, solo uno floreció con vida nos daría la clave para entender nuestra propia singularidad. La roca marciana nos hace una pregunta. La ciencia, metódica y cautelosa, se toma su tiempo para asegurar que la respuesta, cuando llegue, sea impecable.