
Por Bruno Cortes
El cempasúchil, esa flor que ilumina cada altar con su color encendido, atraviesa uno de sus momentos más difíciles. En plena temporada de Día de Muertos, productores del Estado de México, Puebla y Morelos reportan pérdidas de hasta 30% en sus cultivos, afectadas por sequías, plagas y los efectos visibles del cambio climático. Lo que antes era un paisaje dorado a la vista se ha vuelto, en muchas regiones, una lucha diaria por mantener viva una tradición que florece justo cuando la tierra empieza a doler.
El biólogo Luis Enrique Páez, impulsor de proyectos de rescate de semillas nativas, ha hecho un llamado a conservar las variedades originales del cempasúchil, esas que se cultivaban mucho antes de que llegaran los fertilizantes y las semillas híbridas. Su trabajo, replicado por comunidades en Texcoco y Zacatecas, busca crear bancos de semillas resistentes a las nuevas condiciones ambientales y evitar que esta flor, símbolo de la identidad mexicana, dependa por completo de modelos industriales.
En redes sociales, el tema se volvió tendencia con el hashtag #SalvaElCempasúchil, impulsado por organizaciones culturales y medios públicos. Videos de siembra comunitaria, campesinos resembrando en chinampas y escuelas rurales enseñando a sus alumnos el ciclo de la flor han acumulado millones de vistas. El mensaje es claro: el cempasúchil no solo adorna los altares, también cuenta la historia de un país que resiste desde la tierra.
El nombre de la flor proviene del náhuatl cempohualxóchitl, que significa “veinte flores”, y su uso se remonta a los rituales prehispánicos para guiar a las almas en su camino de regreso. En cada pétalo se condensa una mezcla de misticismo y botánica: el perfume del recuerdo, la ofrenda al pasado y la resiliencia de lo que sigue floreciendo pese a las tormentas —o a su ausencia.
Pero el calentamiento global no distingue tradiciones. Las lluvias cada vez más irregulares, los suelos erosionados y la falta de infraestructura rural han complicado la producción. Muchos pequeños agricultores se ven obligados a reducir hectáreas o recurrir a riego artificial, elevando costos y bajando rendimientos. En pueblos como San Andrés Mixquic o Xochimilco, los productores reconocen que las flores ya no crecen tan altas ni tan intensas como antes.
La respuesta, sin embargo, ha sido ingeniosa. En varios estados, cooperativas y universidades están desarrollando variedades más resistentes al calor y plagas, así como métodos ecológicos de cultivo que evitan el uso de químicos. En algunos casos, los pétalos del cempasúchil se han integrado a recetas gastronómicas —panes, infusiones, cervezas artesanales— como forma de diversificar su uso y aumentar el valor económico de la planta.
El auge de esta flor también ha impulsado el turismo rural. En municipios como Atlixco, Huejotzingo o Tenancingo, los campos de cempasúchil se han convertido en destinos de temporada, donde miles de visitantes acuden para tomarse fotografías entre surcos naranjas, participar en talleres o comprar directamente a los productores. Es un fenómeno que combina economía, cultura y conciencia ambiental.
El debate ahora gira en torno a la sostenibilidad. Mientras el país se viste de cempasúchil, los expertos insisten en que es urgente repensar el modelo agrícola: cuidar el agua, recuperar suelos, revalorar la agricultura tradicional y fomentar el consumo local. Porque el color de la flor puede ser eterno, pero solo si se protege su raíz.
En el fondo, la historia del cempasúchil es también la historia del México actual: una nación que convive con la muerte, pero que no deja de sembrar vida. Frente a la sequía, la gente vuelve al campo; frente a la pérdida, se aferra a la memoria. Y mientras haya manos dispuestas a plantar, la flor de los muertos seguirá floreciendo, recordándonos que en este país, hasta la tristeza tiene color.