
Por Bruno Cortés
El Senado de la República vivió este 27 de agosto de 2025 una de sus jornadas más bochornosas. Mientras se entonaba el Himno Nacional, símbolo de unidad, la escena fue interrumpida por una trifulca que dejó al descubierto la fragilidad institucional y el uso faccioso del poder. Gerardo Fernández Noroña, en calidad de presidente del Senado, negó a la oposición la palabra en la Comisión Permanente, desatando un pleito que trascendió las formas y acabó en golpes transmitidos en vivo por el Canal del Congreso.
El episodio inició cuando Alejandro “Alito” Moreno, dirigente del PRI, subió a la tribuna para exigir el derecho de su bancada a fijar postura. El reclamo, lejos de encontrar cauce parlamentario, se topó con un muro de autoritarismo. Noroña, acostumbrado al grito y la descalificación, respondió con desplantes, evidenciando cómo la presidencia del Senado se ha convertido en un instrumento de partido más que en garante de pluralidad.
Las cámaras captaron lo inimaginable: manotazos, empujones y jaloneos entre dos figuras que representan, cada una a su manera, lo peor de la política mexicana. La solemnidad del recinto quedó reducida a un espectáculo circense, donde los insultos reemplazaron al debate y la fuerza al argumento. Los legisladores que intentaban separarlos parecían árbitros improvisados en un ring improvisado.
El trasfondo no es menor. Lo ocurrido revela la tentación autoritaria de Noroña, que aprovechó su investidura para silenciar voces críticas. Convertir la presidencia del Senado en un bastón de mando faccioso no sólo erosiona el equilibrio interno, sino que dinamita la esencia misma del parlamentarismo: el diálogo. La oposición, privada de su derecho básico de expresarse, se encontró con un portazo que terminó abriéndose a golpes.
Tras el incidente, las reacciones no se hicieron esperar. Fernández Noroña, desde su cuenta de X, acusó al PRI de actuar como “porros montoneros”, una narrativa que busca victimizarse y desplazar la atención de su negativa a garantizar la voz plural en la tribuna. Pero las imágenes, que recorrieron en minutos las redes sociales, mostraban a un presidente del Senado más cercano a un agitador callejero que a un árbitro institucional.
Claudia Sheinbaum, presidenta de Morena, salió a controlar los daños: afirmó que en su partido “hay unidad” y desmarcó al movimiento de las actitudes incendiarias de Noroña. Medios internacionales como El País señalaron que el estilo confrontativo del senador ha generado incomodidad incluso dentro de su propio partido, donde ya se multiplican los llamados a moderar su comportamiento.
Del otro lado, Alejandro Moreno respondió con la beligerancia que lo caracteriza: calificó a Noroña de “traidor a la patria” y acusó a Morena de “cobardía y violencia”. En su narrativa, el PRI se coloca como víctima de un gobierno “cínico y corrupto” que utiliza las instituciones como trincheras partidistas. Una estrategia que, aunque eficaz para su militancia, también alimenta la polarización.
La Junta de Coordinación Política y las comisiones de ética del Senado ahora enfrentan el reto de procesar este zafarrancho, que más allá de sanciones administrativas, deja un daño simbólico profundo. Lo ocurrido hoy no fue sólo un altercado físico, sino la confirmación de que el Congreso, en manos de facciones, se desliza hacia la pérdida de credibilidad. Un país que convierte el Parlamento en espectáculo de golpes corre el riesgo de que sus ciudadanos dejen de creer en la democracia como vía de resolución de conflictos.